Relato



Los minutos pasaban e incluso las horas y Lidia no reaccionaba. Una mezcla de angustia, desolación y cansancio se había apoderado de ella, desde la punta del pie hasta el último cabello de su pelo. Seguía sentada al lado de la ventana viendo como la lluvia perdía fuerza al caer, hasta que a media mañana paró para dar paso a un tímido sol. Tenía la cabeza apoyada en el cristal y los brazos en un tímido abrazo buscando calor con la chaqueta.

Fue el ruido del motor de un coche que se acercaba a la casa. Después el freno, la apertura de la puerta del vehículo de la que se escaparon los últimos acordes de una canción de Camela hasta que se apagó la radio. Una puerta que se cerraba, unos pasos que se acercaban y el sonido del timbre en la puerta. Solo entonces Lidia abandonó el sopor y regresó de allí donde había viajado.

El visitante era Matías, el albañil de pelo canoso. Había llegado con la furgoneta para recoger parte de la maquinaria que habían utilizado en la obra y habían dejado en la casa. Recordó que se lo había comentado Ander el día anterior mientras comían. Eso, Matías recogería los materiales y el propio Ander se pasaría a hacer los últimos remates. Al menos, le vería una vez más, aunque no supo si sentir alegría o tristeza por ello.

Matías estuvo poco menos de una hora. Se despidió de Lidia y ésta le deseó unas felices vacaciones intentado mantener la compostura. Aguantó como pudo a punto de derrumbarse. Cuando escuchó como la furgoneta se alejaba se tumbó en el sofá del salón. Solo quería olvidar, que pasase el tiempo, que pasase aquella pesadilla. Descansar, dormir, dejarse llevar 

Las primeras sombras de la noche se hacían presentes cuando Lidia despertó. Se levantó del sofá con un fuerte dolor en el cuello, sin duda debido a una mala postura. Incluso creyó escuchar como crujían sus articulaciones después del letargo. Intentó calcular cuantas horas había estado dormitando y la cuenta le parecía imposible. Mientras se dirigía al baño, su estómago le reclamó atención, no había comido nada durante el día y tenía hambre.

Se lavó la cara con agua fría y se pasó el cepillo por la corta melena buscando una apariencia presentable. Al ver su imagen reflejada en el espejo no se reconocía. Las ojeras y restos de somnolencia eran bastante visibles. Un poco de maquillaje vendría bien, pero no se sintió con fuerzas. El siguiente destino fue la cocina para buscar algo de comer. Un sándwich de pechuga de pavo y queso y unas galletas con un vaso de leche, fue su única cena.

Después buscó el alivio en la lectura y la desgana le llevó a la televisión, esperando que pasasen las horas antes de volver a la cama. Sabía que le iba a costar conciliar el sueño. Así transcurrió el día después de la prometedora comida que quedó en un nuevo fracaso.

Los días fueron pasando en silencio, acompañados del ruido de los pájaros y de la naturaleza que ajena a cualquier pesadumbre personal se abría camino día a día en ese interminable verano. Sin apenas darse cuenta, con el paso de los días, fue recuperándose poco a poco mientras fue retomando algunas rutinas como hacer la compra, cocinar o limpiar la casa. También retomó los paseos, eligiendo algunas rutas senderistas de los alrededores y unas horitas, tampoco demasiadas, en un huerto que se le antojaba un error o capricho innecesario para el que no estaba preparada.

Se armó de valor y se sentó frente al ordenador. Comenzó a teclear sin mucha convicción y sin saber exactamente por donde seguir. Dejó que fueran sus dedos los que decidieran los siguientes pasos obedeciendo casi inconscientemente a un cerebro que más relajado dejó que fluyeran nuevas ideas. Los oscuros pensamientos relacionados con el nuevo fracaso amoroso fueron quedando a un lado.


Mientras charlaba con Miguel, Marcos estaba recordando las cosas que la madre de éste le contaba a la suya, que marcaban claramente la diferencia entre ambos amigos. El Miguel triunfador frente a un Marcos con una vida mucho más aburrida y discreta. Añadiendo este último a sus comentarios un toque de ironía que remarcaba la esa sensación de derrota cada vez más habitual en él.

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Marcos y Miguel seguían charlando en la terraza al lado del parque mientras la tarde avanzaba. Aunque la conversación había arrancado con dificultad, el recuerdo de los veranos en el pueblo había actuado como lubricante. Después de recordar aquel final del verano y la pelea con Mario, los recuerdos habían recorrido algunas de las miles de anécdotas que habían vivido en cuadrilla y especialmente ellos tres.

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Lidia subió al remodelado desván todo rehecho de madera con sus grandes ventanales. Se acercó al que daba al oeste para ver como el sol iniciaba la curva descendente, adelantando lo que pronto sería una nueva derrota con la llegada de la noche. Así se sentía ella, como esa luz que desciende, que se apaga poco a poco mientras se acerca irremisiblemente a la oscuridad de la noche.

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Lidia seguía en lucha consigo misma, una batalla entre la fuerte atracción que sentía por Ander y el miedo al ridículo. Tenía miedo de desvelar sus cartas y sufrir una nueva derrota, pero a la vez era incapaz de jugar la partida con Ander. Deseaba que fuese él quien diera el primer paso, quien le mostrase que en la piscina había agua por si decidía tirarse. Pero no controlaba la situación, cada vez se sentía más desarbolada y desarmada. Habían sido muchos los fracasos y había olvidado el sabor de la victoria.

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Hubo un instante en que todo parecía posible. Era de madrugada después de un largo día de trabajo y acababa de lanzar la propuesta: vente a mi casa esta noche. Mientras ella dudaba, él supo que quizá la respuesta fuera positiva. Fueron unos segundos, algo más de un minuto, los que transcurrieron entre parada y parada de metro. “Si te vienes tenemos que cambiar de línea en la siguiente parada”. Unos instantes en los que su mente imaginó un final de noche idílico en compañía de alguien que había penetrado como un torpedo en su corazón, a pesar de saber que de edad parecía una pared imposible de escalar.

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Mario se recuperaba de los golpes recibidos en la oscuridad con la espalda apoyada en un árbol cercano a la ribera del río con la música y la algarabía de la fiesta como telón de fondo. Junto al sabor de la derrota y la decepción, en la boca sintió el sabor de la sangre. Además se tocó la cara para comprobar que tenía un corte a la altura de la ceja derecha. Había sangrado, pero parece que no demasiado y ya se había cortado la hemorragia.

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La ira volvió a apoderarse de Mario al escuchar como Miguel le recriminaba su cobardía. No quería pegarse con Miguel por los años de amistad, pero éste le había tocado en lo más hondo, sobre todo cuando afirmó que Rosa se merecía un hombre de verdad. Se sentía dolido y humillado, pero prefirió respirar profundamente y contar hasta cinco. No dejarse llevar por la ira, la violencia nunca es la solución pensaba Mario.

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Ander y Lidia se sentaron en el salón, dispuestos a disfrutar de la comida. Lidia había dudado hasta el último momento si el joven albañil había aceptado o no la invitación del día anterior. Había pasado buen parte de la mañana entre el pueblo de compras y en la cocina acompañada de una mezcla de nerviosismo y excitación que le recordaba sus años de colegiala, los veranos en su pueblo cuando adolescente sintió por primera vez lo que era el amor.

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Esa mañana, Lidia tuvo que salir al pueblo a comprar comida para las gallinas y aprovechó para pasar por el supermercado. No tenía claro si Ander comería con ella o no, pero por si acaso, se decidió a preparar algo especial para dos. ¿Carne o pescado? ¿Qué le gustará más? Lidia comenzó a sentir los nervios de una enamorada sin experiencia en su primera cita, cuando ni siquiera sabía si se produciría. Compró un par de doradas, unos langostinos frescos y dos filetes de lomo bajo de ternera blanca, para pensarlo por el camino.

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