Mientras charlaba con Miguel, Marcos estaba recordando las cosas que la madre de éste le contaba a la suya, que marcaban claramente la diferencia entre ambos amigos. El Miguel triunfador frente a un Marcos con una vida mucho más aburrida y discreta. Añadiendo este último a sus comentarios un toque de ironía que remarcaba la esa sensación de derrota cada vez más habitual en él.

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Marcos y Miguel seguían charlando en la terraza al lado del parque mientras la tarde avanzaba. Aunque la conversación había arrancado con dificultad, el recuerdo de los veranos en el pueblo había actuado como lubricante. Después de recordar aquel final del verano y la pelea con Mario, los recuerdos habían recorrido algunas de las miles de anécdotas que habían vivido en cuadrilla y especialmente ellos tres.

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Lidia seguía en lucha consigo misma, una batalla entre la fuerte atracción que sentía por Ander y el miedo al ridículo. Tenía miedo de desvelar sus cartas y sufrir una nueva derrota, pero a la vez era incapaz de jugar la partida con Ander. Deseaba que fuese él quien diera el primer paso, quien le mostrase que en la piscina había agua por si decidía tirarse. Pero no controlaba la situación, cada vez se sentía más desarbolada y desarmada. Habían sido muchos los fracasos y había olvidado el sabor de la victoria.

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Hubo un instante en que todo parecía posible. Era de madrugada después de un largo día de trabajo y acababa de lanzar la propuesta: vente a mi casa esta noche. Mientras ella dudaba, él supo que quizá la respuesta fuera positiva. Fueron unos segundos, algo más de un minuto, los que transcurrieron entre parada y parada de metro. “Si te vienes tenemos que cambiar de línea en la siguiente parada”. Unos instantes en los que su mente imaginó un final de noche idílico en compañía de alguien que había penetrado como un torpedo en su corazón, a pesar de saber que de edad parecía una pared imposible de escalar.

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Mario se recuperaba de los golpes recibidos en la oscuridad con la espalda apoyada en un árbol cercano a la ribera del río con la música y la algarabía de la fiesta como telón de fondo. Junto al sabor de la derrota y la decepción, en la boca sintió el sabor de la sangre. Además se tocó la cara para comprobar que tenía un corte a la altura de la ceja derecha. Había sangrado, pero parece que no demasiado y ya se había cortado la hemorragia.

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Marcos y Miguel estaban sentados en una terraza al lado de un parque. Habían decidido verse después de su fortuito encuentro en la casa de unos amigos. Llevaban unos minutos juntos y la conversación no fluía a pesar de los evidentes esfuerzos de ambos por al menos intentarlo. Pero todo iba a trompicones, como un regato de agua que al abrirse hueco se golpea con los obstáculos del camino.

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Lidia sentía como cada día que pasaba aumentaba su atracción por el joven. Ya no sólo era la impresión física del principio cuando quedó marcada por su belleza salvaje y agreste, sino también por su manera de ser, por la calidez e inocencia que desprendía, un tanto salvaje, pero muy humana y sencilla. Parecía un buen tipo. Ni la lectura, ni el cine ni el teatro eran experiencias habituales para Ander, más bien al contrario eran territorios vírgenes por explorar. El trato era sencillo, libre de prejuicios y convencionalismos, casi como el trato de dos niños que se están conociendo.

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Mario estaba encendido y lleno de rabia. Había escuchado los insultos hacia Rosa en la boca de Miguel, a quien consideraba uno de sus mejores amigos y no entendía el por qué. Además estaban las risas cómplices, esas rosas cobardes que marcan el seguidismo al líder. Así que cuando irrumpió en la escena, se fue directamente a Miguel con la intención de pedirle explicaciones. Éste se apartó con la chulería que le caracterizaba

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Entre la rabia, la angustia, la imposibilidad de hablar con Rosa, la tensión con Miguel y la compañía de sus amigos, llegó la fiesta del fin del verano. Mario sabía que era su última oportunidad para hablar con Rosa y obtener respuestas. El seguía desconcertado, había sido difícil ocultarle lo que sentía a sus padres, que habían llegado al pueblo ese fin de semana precisamente para llevarse a Mario a la ciudad. Sin embargo parece que la abuela lo sabía.

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Lidia se levantó temprano rodeada de un cielo nuboso y un ligero y casi imperceptible orballo. Un día más esa ligera lluvia de primera hora, que después se convertía en sol a media mañana. En silencio tomó un café y un par de magdalenas para acabar la bolsa. Se había preocupado de acabar con la comida y no dejar cosas empezadas. Se duchó y vistió para el largo viaje en coche antes de dar un último paseo por la casa.

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